¿Por qué mis hijos son tan “diferentes” si los he educado “igual”?
Miguel Alberdi Fernández
8/1/20252 min read
Esta es una pregunta habitual en muchas familias. A menudo sentimos que hemos criado a nuestros hijos e hijas con las mismas normas, el mismo amor y las mismas oportunidades. Sin embargo, los resultados parecen completamente diferentes: cada uno desarrolla una personalidad única, con formas de responder y relacionarse muy distintas.
La explicación está en que no criamos a todos nuestros hijos en las mismas condiciones, aunque lo intentemos. Cada hijo nace en un momento distinto de nuestra vida, y nosotros, como madres, padres o figuras de cuidado, también cambiamos. Nuestra madurez emocional, el contexto que atravesamos, e incluso nuestras expectativas sobre la forma de ser de nuestro hijo e hija, influyen profundamente en cómo nos vinculamos con cada uno de ellos.
Además, cada niño o niña tiene un temperamento propio, que influye en nuestra forma de responder. Por ejemplo, si un hijo es muy inquieto o demandante, es posible que respondamos con más impaciencia, lo que sin querer puede intensificar ese rasgo. Esto demuestra que la relación es dinámica, y se retroalimenta continuamente.
Aunque muchas veces atribuimos estas diferencias entre hermanos a la genética. Pensar que “uno ha salido así” por herencia puede resultar cómodo, porque nos libera de asumir nuestra parte en la ecuación. Pero si queremos criar con conciencia, tenemos que reconocer la influencia de nuestro entorno, nuestras emociones y nuestras respuestas. Lo cierto es que el ambiente y las experiencias emocionales son más determinantes. Estudios como los del psicólogo Thomas J. Bouchard, con gemelos idénticos, han demostrado que aunque los genes influyen en aspectos como la inteligencia o el temperamento, el entorno familiar y emocional modulan profundamente cómo se expresan esos rasgos. No existe evidencia científica del “gen de la maldad” ni un carácter fijo desde la cuna. Puede haber predisposición hacia la impulsividad, la ansiedad o la agresividad, pero es la calidad del entorno la que activa, regula o amortigua esas características.
Por eso, no hay dos hijos iguales, aunque compartan hogar, normas y educación. La invitación no es a compararlos ni a esperar que se comporten igual, sino a mirarlos desde su historia única, y a ofrecer un vínculo respetuoso y sensible a su individualidad.
En definitiva, no consiste en tratar a todos igual, sino en relacionarnos de forma diferente con cada hijo o hija según quién es, cómo se siente y qué necesita. Esa es la verdadera oportunidad para construir vínculos sólidos, empáticos y amorosos.
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