La vulnerabilidad, un puente hacia nuestra humanidad.
Miguel Alberdi Fernández
10/1/2025
Cuando escuchamos la palabra vulnerabilidad, solemos asociarla a fragilidad. Sin embargo, este estado va mucho más allá de lo que creemos. La vulnerabilidad es una verdad que atraviesa nuestra vida entera, y cuanto más intentamos evitarla, más peso ejerce sobre nosotros.
Desde la niñez aprendemos a ocultarla. Escuchamos frases como: “no llores”, “eso no es para tanto”, “ya eres mayor”. Mensajes que nos enseñan que mostrarnos sensibles es un error. Nuestro cerebro, que busca siempre protegernos y garantizar la supervivencia, aprende entonces que ser vulnerables es peligroso. Y cada vez que esa sensación aparece, hacemos lo posible por disfrazarla. Pero cuidado, no desaparece, solo se esconde bajo conductas más aceptadas socialmente.
Imagina la siguiente escena: en una reunión haces un comentario y nadie lo toma en serio. Mientras vuelves a casa, le das vueltas, pero enseguida te dices: “no seas infantil, ya eres mayor”. Para no conectar con el malestar, te entretienes con cualquier actividad. Días después, en una discusión con tu pareja, algo mínimo te hace sentir pequeño y respondes con ira desproporcionada. En realidad esa rabia es tu vulnerabilidad buscando un lugar para expresarse. Lo mismo ocurre cuando vemos a otros mostrarla. A veces pensamos: “qué débil, si yo tuviera sus problemas…”. Esa crítica refleja, en el fondo, nuestra propia dificultad para aceptarla en nosotros.
Otro ejemplo clásico es el miedo a hablar en público. Puedes prepararte, ensayar y memorizar… pero al estar frente al auditorio te bloqueas. No es falta de capacidad, es que tu cerebro lo asocia con una experiencia pasada de dolor y quiere protegerte. Lo hace, pero no de manera adaptativa: evita que sientas vulnerabilidad, aunque te bloquee en el proceso.
Es importante no confundir vulnerabilidad con victimismo. No se trata de quejarse ni de quedarse atrapados en el dolor, sino de escuchar lo que ocurre sin juzgarte. Significa darle un lugar, reconocer la historia que la originó y concederle el permiso para sostenerlas con compasión.
En ese camino, aparece una tarea fundamental: cuidar a nuestro “niño interior”. Todos tenemos dentro una parte que se sintió herida alguna vez y que aún pide atención. Escucharla con paciencia, hablarle desde el adulto que somos ahora y validarla nos permite comprendernos, reconciliarnos con nuestra historia y, sobre todo, querernos un poco más.
Porque la verdad es que no todos sentimos lo mismo ante una misma situación. Cada persona guarda memorias, heridas y aprendizajes que la han marcado de manera distinta. Reconocer nuestra vulnerabilidad no nos hace débiles, nos hace profundamente humanos. Y en esa humanidad se encuentra nuestra mayor fortaleza.
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